viernes, 15 de mayo de 2009

SÓTANO

Conducía mi tío Jesús, o Chuy, como todos lo conocíamos. En la camioneta además venían mis primos Belinda, Jaquelin y Chucho. Vivían en Phoenix y de pronto ya estaban acompañándome a casa de mis papás para recoger algunas cosas que de último momento olvidé empacar. Viajaba fuera del país y necesitaba algunos libros, ropa, discos que no quería dejar.

Regresábamos del aeropuerto a toda velocidad y, aunque era muy de madrugada, las calles se hallaban completamente desiertas: ninguna persona fuera. No reconocía la limpieza en la que se encontraba la ciudad, ahora excepcionalmente limpia, con botes de basura ordenados, sin pintas en bardas o casas. Sabía que nos dirigíamos con mi padres sólo porque confirmaba el nombre de calles conocidas. Yo no hablaba más que con mi tío, a quien de pronto descubrí que se internaba por calles que en lugar de acercarnos nos alejarían. Se lo dije y respondió que si tomábamos aquellos desvíos llegaríamos más pronto.

Y así fue porque ya veía la casa de mis padres, ahora remodelada y recién pintada. Era perfecta. El tío Chuy paró la camioneta en un novedoso estacionamiento subterráneo con puertas automáticas las cuales se cerraron una vez entramos.Curiosamente, en el sótano, iluminado como escaparate, encontré algunas de mis pertenencias y comencé a tomar lo que necesitaba. Mis primos y el tío Chuy me observaban sin decir una sola palabra.

Hacía falta que subiera a la casa a buscar otras cosas más, así que me encaminé a unas pequeñas escaleras que daban a la calle. Subí y me percaté que mis padres habían salido porque no había ningún tipo de iluminación en su casa. Era una lástima porque no tenía llaves para entrar. Me di un tiempo para observar el lugar donde había vivido, ahora tan distinto. Lo sentía lejano, silencioso, ninguna voz, ningún auto, ningún ruido, no soplaba el viento, ninguna estrella. Era el vacío. Me di cuenta que me encontraba completamente solo...

Y así, a lo lejos, comencé a escuchar las pisadas de alguien que se acercaba a mí, alguien que sabía había hallado lo que buscaba, alguien sin prisa pero persitente. Un escalofrío me embargó pues yo era el punto de llegada de ese ser desconocido que emanaba una energía absorvente, destructora. Corrí hacia la escaleras para poder bajar al sótano, pero la entrada se encontraba obstruida por piedras y restos de madera vieja que desesperadamente quitaba para abrirme paso. Las pisadas eran cada vez más contundentes y cercanas. Abrí un pequeño hueco hacía el sotáno y salté hacia adentro. Sin embargo, estaba acorralado: el estacionamiento era de una oscuridad infinita y había un frío más allá de la muerte. Mi tío Chuy y mis primos, lo sentía, seguían observándome silenciosos, pero ahora se acercaban a mí. Grité, pero no con la garganta sino con el miedo y dolor profundo de saberme diluido.

ALEJANDRO URANGA
Madrid
Enero de 2008

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